La mejor fiesta de bodas a la que asistí fue la de Antonio y María, cuando yo tendría unos siete años. Se había hecho en una carpa en la colonia y llovía tan a cántaros, que tuvieron que improvisar paredes con lonas. Estábamos todos apretados allí, pero a nadie le importaba.
Mi madre, complacida, repetía:
―¡Lluvia en casamiento es bendición!

Antonio trabajaba en el monte, y por aquella época era el mejor amigo de mi padre, y María era nuestra vecina. Todos queríamos mucho a la pareja, y mi padre había seguido el noviazgo paso a paso, aunque no era el padrino de la boda. Para consolarse repetía:
―¡Es que los dos tienen taaaantos parientes!
Cuando llegamos al lugar de la fiesta mi madre ponderó la casita recién construida por Antonio, y mi padre señaló:
―¡Ya están los músicos!

Eran los parientes que habían venido del Paraguay. Todos lucían pañuelos azules al cuello y la gente se acercaba a saludarlos.
Las mesas eran unos tablones forrados con papel madera, embellecidas con canastitas de flores, servilletas de tela y cubiertos plateados.
Mi madre, indicándome la cabecera explicó:
―Allá es para los novios.
María parecía una princesa. Las florcitas en su cabellera negra enmarcando su tez blanca le daban ese aire y Antonio no le sacaba los ojos de encima.
Mi padre repetía:
―¡Se la merece, se la merece!

Después del asado y las fuentes con mandioca, los hombres corrieron las mesas y apareció una pista de baile. Entonces María se descubrió el muslo para sacarse una liga tras otra, lanzándolas hacia sus primas.
Los hombres coreaban:
―¡Para la próxima! ¡Para la próxima!
Los novios bailaron su vals y después todo fue chamamé y rancheras.
Cada tanto alguien gritaba:
―¡Viva los nooovios!
Todo el mundo coreaba:
―¡Viiiiva!

Resonaban los sapucais y corría el vino tinto en jarra. A un costado había damajuanas en cajones con hielo y aserrín.
Había tanta gente moviéndose, pero mis padres sólo miraban.
Yo quise saber:
―Papá ¿y ustedes cuando bailan?
Mi padre acariciándome la cabeza respondió:
―Cuando haya un lugarcito en la pista.
Mi madre me agarró de la mano y apretándola fuerte me acercó a ella, soplándome al oído dijo:
―¡Mirá un poco por donde andás! ¿Ves aquél? Está borracho ¡Acá todos llevan machete y puñal!

En un momento los músicos pararon, y entonces el que oficiaba de presentador anunció:
―¡Don Eusebio como padrino de bodas quiere hacer una ofrenda musical a los novios!
Un viejo se ubicó entre los músicos con un arpa paraguaya, pantalón negro y pañuelo azul. Era la primera vez que yo veía un arpa.
Todos callaron expectantes. Don Eusebio, sin decir una sola palabra tocó “Pájaro campana”: una guarania que imita el canto de ese pájaro que vive, o vivía, en la selva de por allí.
Cuando aquellos acordes acallaron hubo un pequeño silencio, y luego fueron muchos los que lo acompañaron cantando:

“Junto al lago azul de Ypacarayyy tu cantabas triste por el camino viejas melodías en guuuaaaaaraniiií…”

Yo conocía la melodía por haberla escuchado en la radio, pero aquella vez la sentí cargada de una melancolía que me mordió el corazón dejándome un dolorcito, que se disipó al atestiguar los abrazos y palmadas aderezados con sapucais que le siguieron.
Todavía estaba preguntándome que significarían, cuando reanudó el baile con la misma fuerza con la que había venido. Otra vez fue levantándose una polvareda en movimiento que duró hasta que los músicos tocaron:

“A las doce de la noooche se hizo humo la pareeeja…”

Entonces Antonio levantó a María en brazos llevándosela. Los sapucais llenaron el aire. Los chicos quisimos seguir a la pareja, pero no nos dejaron, y aunque la fiesta siguió hasta la madrugada algo cambió en el ambiente

Para el viaje de regreso hubo que poner cadenas en las pantaneras de los autos. La lluvia había parado y en el aire se respiraba la frescura de un día que prometía.
Salimos en caravana, pero en el primer bajo la camioneta en la que íbamos hizo un trompo y se quedó. Los hombres bajaron a empujar, pero sin suerte y tuvieron que ir a buscar un tractor que nos acompañó los quince kilómetros hasta la ruta.
Llegamos a casa cuando despuntaba el Sol, cansados y contentos. Mi padre con su mejor pantalón duro de barro.

María se mudó a la casita en la colonia y no la volví a ver por mucho tiempo, pero a través de mi padre nos enterábamos. Entre mate y mate, él nos contaba:
―¡Ya se le ve jardín a la casa!
―Antonio puso estantes en la cocina…
―¡María está esperando!
Cuando nació el niño fuimos a visitarlos, allá colonia adentro.
Antonio con su bebé en brazos refería detalles del nacimiento y salía corriendo para atender a María cada vez que le parecía que ella necesitaba algo.
Mi padre tampoco fue el padrino esa vez, y para consolarse él repetía:
―Es una formalidad para los parientes.

Después de un tiempo, en septiembre y con los primeros calores, una tarde mi padre llegó enloquecido a casa.
Bajó del auto llamando a mi madre a gritos:
―¡Pasame las botas y el machete!
Con esos elementos volvió a irse, tan alterado como había venido.
Luego supe que Antonio había venido por una picada en el monte y al pasar por encima de un tronco, que le cerraba el paso, se encontró con una pareja de serpientes tomando Sol al otro lado, que las había pisado accidentalmente y que lo habían mordido en las dos piernas. Cuando lo encontraron, él ya casi no podía hablar, pero alcanzó a decir que las había matado y que eran cascabeles.
Mi padre, para cerciorarse, fue a buscarlas y las encontró junto con unos escarpines blancos que Antonio llevaba siempre en el bolsillo de su camisa.

Después de aquel episodio, María volvió a ser nuestra vecina. Pasaron los años, hasta que un día, estando yo en casa de mis padres abrí un cajón de la mesita de luz de su dormitorio y encontré aquél par de escarpines, envuelto en un pañuelo de seda. Me despertó mucha ternura y me alegró saber que su dueño se había vuelto un hombre, padre de un hermoso niño.

Del libro TENUES HILOS entretejen vidas, traman destinos – Capítulo 10

Los escarpines blancos