El andamiaje de esquemas de referencia contiene matrices entrelazadas a las que nos remitimos para entender y explicar todo lo que se nos presenta. Las hay científicas, religiosas, educacionales, médicas, sociales, políticas, etcétera. En ese entramado complejo se establecen relaciones jerárquicas, complementaciones e incluso contradicciones, de manera que algunos paradigmas pueden estar actuando complementariamente en un aspecto de la vida y contradecirse en otros creando paradojas y tensiones.
Podemos estar convencidos de que el ser humano merece una vida digna durante toda su vida mientras en nuestras actitudes y acciones descalificamos a las personas de más edad, sus arrugas y su experiencia. Acaso quizá esa descalificación solamente sea reflejo del temor a lo que inexorablemente seguirá después. Decimos que valoramos el tiempo libre mientras dejamos que los momentos propicios al ocio se llenen de actividades y compromisos. Pensamos que los afectos son lo más importante mientras dedicamos poca atención a nuestros hijos. Aun así, son las creencias las que nos permiten actuar en el mundo, sin ellas estaríamos perdidos en el mar de la conciencia, totalmente imposibilitados.
Tendemos a ser dogmáticos y asumimos automáticamente respuestas que muchas veces son contraproducentes e incluso inconsistentes. El reduccionismo extremo resultante de la aproximación determinista es un ejemplo. Nos condujo a un estado de alienación tal que se hace necesario volver a reconocernos integrados a la naturaleza, recordar que nos es esencial. En antiguas escrituras se nos ofrecen indicios: “Lo que está acá también está allá y lo que no está acá no está en ninguna parte.”
Nos hemos acostumbrado a vernos como individuos separados, pero en lo profundo algo nos susurra que somos una manifestación particular en una vastedad inimaginable, que incluye todos los seres, sean conscientes, inconscientes, inertes, físicos, emocionales, mentales, conocidos, desconocidos. Participamos íntimamente en ese inmensurable mar de centelleantes partículas que es el universo infinito, o quizá sería mejor llamar multiverso cósmico a esa misteriosa danza de lo que es y lo que no es, lo que será y lo que nunca será.
Albert Einstein lo describió así: “Limitado en el tiempo y en el espacio, un ser humano es parte de un todo que llamamos universo. Como una ilusión óptica de su conciencia se experimenta a sí mismo, a sus pensamientos y sentimientos, como algo separado de lo demás. Esta ilusión es una prisión para nosotros y nos restringe a nuestros deseos personales y a nuestros afectos más cercanos. Nuestra tarea es liberarnos de esta prisión expandiendo nuestro círculo de compasión hasta abrazar a todos los seres vivientes y a toda la naturaleza.”
No somos un mecanismo de relojería, ni recursos que alimentan un sistema que nos vuelve objetos necesarios o prescindibles según lo indiquen los parámetros de productividad o consumismo que dictan sus leyes. No tenemos que vivir dejando pedazos de nuestro ser hasta quedar exhaustos o hasta llegar a circunstancias extremas que nos devuelven algo de sentido.
Nuestras sociedades se están poniendo “viejas”, pero a diferencia de los tiempos de antaño ponerse viejo ya no es honorable, ni cosa de buena fortuna. En la cultura en crisis pareciera que llegar a viejo no es mucho más que una inútil acumulación de años. Las frases “ya soy viejo para…” o “soy muy joven para…” son comunes y no son expresiones inocuas. Muchas veces expresan y determinan un estrecho abanico de elección. Aun cuando algunas veces esas expresiones reflejan restricciones propias de cada etapa de la vida, la mayoría responde a condicionamientos que no tienen sustento real. Son quizá expresiones que se originan en parámetros de la sociedad mecanicista que llevó a una sobrevaloración de la juventud en función a sus requerimientos productivos.
Si pensamos que a medida que avanzamos en edad nos deslizamos cuesta abajo, entonces tendemos a usar menos el cuerpo y la mente llevándolos a deteriorarse para estar a la altura de nuestra creencia. Distinto es entender que las mutaciones orgánicas que vienen con la edad son parte de un sistema de compensaciones que refleja la dinámica de la vida y ocurren en armonía con la maduración personal.
Era un día de agosto cuando bajé al hall del edificio donde vivo y en mi carrera de salida me encontré con el encargado del edificio.
—¿Vio? me dijo, mientras apuntaba a su diario.
“Abuela terminó la universidad a los 80” decía el título del artículo que mostraba la foto de una señora de pelo blanco.
—Hay que estudiar, eso es la base de todo. Los grandes pueblos progresaron con educación, declaraba en esa entrevista Brunilda Ede que continuó estudiando abogacía luego de diplomarse en ciencias políticas a los ochenta años, y luego de haber concluido la escuela primaria a los sesenta y seis. Hija de inmigrantes alemanes, pasó su infancia en la selva misionera donde su familia se dedicaba a plantar yerba mate y para ayudar tuvo que dejar de ir a la escuela en cuarto grado.
—Es mi tía abuela, me informó el encargado mirándome con unos chispeantes ojos azules que me hablaban de su orgullo, y luego aclaró:
—Mañana va a recibir un reconocimiento en el Congreso.
Aquella me alegré por el legado vivo de esa tía abuela y la buena noticia del reconocimiento público a las canas con proyecto vital.
A los ochenta no se tienen las mismas inquietudes que a los veinte, eso sería patológico y expresaría una falta de madurez. Hay ciertos intereses que se tienen a los veinte y otros que se tienen a los ochenta. Lo que se reemplaza es el ¿para qué? más allá de que hay algunas actividades que ya no se pueden hacer a cierta edad. Hay una readecuación que indica que se ha transitado la vida y tenido experiencias que invitan a sustituir intereses mientras el cuerpo también cambia. Al hacerlo alcanzamos una madurez que nada tiene que ver con decrepitud. Para nuestra ventura asistimos a un gran cuestionamiento actual del concepto de envejecimiento y de vejez que conlleva cambios sociales, económicos y políticos que remozados conformarán la sociedad emergente.
El riesgo de mantener nuestro foco en la historia es que provee de razones aceptables para perpetuar lo que nos limita. Hace pensar:
—Soy así, y soy así porque esto y aquello me sucedió.
Lo evaluamos de una manera que nos suena sólido, razonable. Hace decir:
—Así es el mundo porque sucede o sucedió esto y aquello.
Lo consideramos de una manera que sentimos coherente, inteligente, pero ni las personas, ni la sociedad somos producto terminado, sino que una y otra vez nos debatimos en contradicciones hasta resolverlas.
La familiaridad de una situación repetida nos hace sentir como en casa. Solemos aferrarnos a ella aun cuando sabemos que nos restringe, a veces a reductos pequeños poco respirables y hasta infelices. Si creemos que en este país no hay oportunidades ya lo tenemos resuelto. ¿Para qué molestarse en abrazarlas? Si pensamos que el cáncer de la corrupción hizo metástasis ya no hay nada que hacer.
La historia cuenta que también en medio de un clima hostil y de desencuentro, de pequeñeces y de intereses mezquinos hubo quienes vieron un destino mejor. Podemos imaginar la pasión y el compromiso de quienes actuaron en las décadas fundacionales de nuestro país e influyeron en la vida de muchos y por generaciones. Todavía enseñan que la capacidad de pensar, reflexionar e intercambiar es clave. Lenguajes, valores y símbolos donde abrevar juntos, y sueños compartidos fueron punto de partida para construir un país próspero. La apuesta a un marco institucional simple y ecuánime plantó sus primeros mojones y la educación fue la herramienta principal para cementar lo que asombró al mundo y atrajo a tantos a estas tierras. La convicción de que puede ser sigue nutriendo la de quienes insistimos.
A veces las creencias nos circunscriben a una vida en la que parece que no hay más que caminar por las sendas conocidas y, aparentemente, es menos lo que tenemos que hacer. Es la comodidad pura trampa, por la que preferimos dejar que cualquier cambio provenga desde afuera; puede ponernos a merced de fuerzas insospechadas; dejarnos en situaciones de dependencia e indefensión por elección, negligencia o ignorancia; llevarnos a culpar a otros por nuestra condición, a esos otros ahí afuera, sean personas o circunstancias. Entonces asumimos que nuestro poder es irrelevante, las opciones escasas y nuestra responsabilidad mínima.
Optamos así por emular el destino endeble y azaroso de los niños sobreprotegidos que crecen mimados y eximidos de los pequeños retos a su medida. Engañosa benevolencia de padres que los condenan a infancias casi perpetuas, llenas de torpe ingenuidad. No les aseguran más que un despertar amargo, cuando huérfanos de madurez encuentran luego extremadamente difícil resolver los desafíos de la vida adulta, viviéndolos como desproporcionados frente a las propias fuerzas. No queda entonces más que redoblar esfuerzos e intentarlo plenamente a costo de muchas lágrimas y a costo de renunciar a tanta ignorancia y a tanta maña insostenible o entregarse al reclamo perpetuo, a la protesta inconducente, a la recriminación disfrazada de vocación, y al agrio desconsuelo de la fatalidad.
La naturaleza previó que el esfuerzo de la larva para transformarse en mariposa la fortalece y la habilita para desplegar sus alas y volar luego. Cuando se experimentó brindando ayuda externa para aliviar ese esfuerzo las mariposas no pudieron volar, ya que sus alas no eran lo suficientemente fuertes, la “ayuda” les impidió cumplir su ciclo de vida.
Los seres humanos somos más complejos, mantenemos una permanente búsqueda de sentido que construimos mediante el intrincado andamiaje de referencias que nos vemos compelidos a ir reemplazando. Lo hacemos al comprender que hay una opción más beneficiosa.
Por ejemplo, cuando después de años de hábitos posturales deficientes las molestias se hacen sentir en el cuerpo. Me lo enseñó la pequeña escoliosis que tiene mi columna; lo que al principio parecía tan cómodo como mirar televisión apoltronada en un sofá o leer acodada en la cama, después de un tiempo comenzó a mostrar que estaba equivocada. Cuando eso sucede puede que aun podamos revertir lo hecho, pero tomará tiempo, esfuerzo y con seguridad molestia puesto que el hábito postural se ha ido autoreforzando con la reiteración a lo largo de años en una postura automática inconsciente.
Un mal hábito postural genera cambios interrelacionados en todo el sistema involucrando músculos, tendones, huesos, órganos internos, etcétera y obstaculiza el flujo energético por años, a veces sin que lo notemos siquiera; para restablecer la alineación es necesario localizar el punto desde donde se podrá operar, en general en la columna o los pies, tener constancia en la tarea y hacer conscientes las pequeñas molestias que resultan de ese trabajo; si tenemos suerte eliminamos el problema o al menos lo aliviamos previniendo un mayor deterioro; en cualquier caso nos habilitamos a vivir más cómodos en nuestro cuerpo.
Algo similar, pero más profundo sucede con nuestros patrones de creencias. Es que en ellos descansa nuestro sentido de identidad. En general, estamos dispuestos a todo para mantenerlos y cuando los examinamos, tendemos a observar los de los demás. Nos enorgullece estar en lo cierto; sobran los ejemplos, están incluidas todas las luchas anti que se apoyan en dilemas de pequeñas o grandes verdades en pugna, y a veces suelen ser muy sutiles. Remitirnos a la guerra que tiene lugar en el otro lado del mundo o en los desastres que imprimen las fuerzas de la naturaleza en tantos lugares del planeta, desarrollado o no, puede ofrecer pruebas contundentes pero las más de las veces alejadas de nuestro propio campo de acción y relaciones, donde mucho se juega momento a momento.
Una experiencia me lo mostró en mi ámbito familiar. Luego de años de visitas cortas pasé un período prolongado en casa de mis padres. Nuestros estilos de vida son muy diferentes y lo cotidiano se volvió un desafío de mutua adaptación.
—¿Vas a cocinar? preguntó mi padre.
Respondí que sí, pero nada rico pude hacer. En esa casa no encontraba los ingredientes habituales de la mía; ellos cocinan con carne y yo no; ellos usan poca variedad de condimentos y yo mucha.
Después de unos días mi padre anunció:
—Mañana cocino yo.
Oficié de asistente y tuvimos con un almuerzo de lo más sabroso. Al día siguiente retomé el rol de cocinero, combiné mi estilo con algunos toques que aprendí de mi padre y resultaron sorpresas que disfrutamos todos.
Requiere de una cuota de humildad soltar nuestra verdad, y de valor abandonar la tentación de la predecible y simple extrapolación lineal, que sólo funciona para cuestiones menores.
Se necesita de cierta curiosidad para explorar más allá de las fronteras de lo conocido. Ya sea cuando se trata de problemas globales a gran escala, ya sea cuando lo que se juega son los pequeños desafíos cotidianos, tendemos a elegir situaciones y personas que encajan en nuestros preconceptos.
Si pensamos que la vida es una lucha estaremos siempre en pie de guerra y ocupados en abrirnos paso a codazos en un mundo donde la competencia excede largamente a la cooperación, sin sospechar que la ecuación podría invertirse.
¿Cómo sería el mundo si la cooperación excediera largamente a la competencia?
Un mundo posible si reconocemos que la vida en sociedad tiene sus fundamentos en la complementación y el intercambio constantes; no hay que inventarlas, esas características están presentes en todas las sociedades humanas desde tiempos antiguos.
Del capítulo 1 del libro “Un Camino a la Abundancia”, edición revisada