Encontrarme con este libro fue un toque de magia. Sucedió cuando estaba navegando los oscuros torrentes de una profunda crisis personal, vislumbrando apenas el rumbo, apelando a lo que estuviera al alcance para propiciar que mi estrella iluminara mis pasos. No sé si todas las personas atraviesan crisis tan desafiantes, pero sé que quienes las experimentan, transitan momentos extremadamente difíciles. Era mi realidad cuando leí por primera vez “De mochilero a GUARDAPARQUE” y entré en asombro, porque las vivencias iniciáticas que allí encontré tienen una fuerte similitud con las mías, a pesar de las enormes diferencias de recorrido de vida.
Tanto me inspiró esa lectura que me lancé a escribir “un ensayo con aire de novela”. Lo titulé: “TENUES HILOS entretejen vidas, traman destinos”, y cuando estaba en plena tarea, también se presentó la oportunidad de escribir el prólogo a una segunda edición de “De mochilero a GUARDAPARQUE”, que aquí comparto:
«Juan Carlos Gambarotta representa para mí la leyenda personal encarnada: alguien que salió a buscar su rumbo, lo encontró y se comprometió a seguirlo. Logró lo que creo que anhelamos todos: una vida significativa. Él tiene la magia de alguien feliz. ¿Qué puede ser más importante? Quizá por eso tiene el don de dibujar con palabras los paisajes exteriores y transmitir la fuerza de sus experiencias y su compromiso con ese rumbo que lo llevó a cumplir sus sueños personales y a contribuir con la sociedad mucho más de lo que soñó jamás. Si quisiera explayarme en el valor de una vida así tendría que escribir todo un libro…
Me aventuré por primera vez en las páginas de “De Mochilero a GUARDAPARQUE” estando de vacaciones en casa de mis amigos Nancy Lee y Daniel que viven al borde de la Laguna de Rocha, una de las lagunas que integra el sistema de Áreas protegidas del Uruguay. Al abrir el libro encontré una dedicatoria: “Con el mayor gusto, al narigón rubio que sin saberlo me mostró el camino.” Se refería al dueño de casa. Cuando me di cuenta me había embarcado con Juan Carlos. Visité los paisajes y la gente que me iba mostrando con dos o tres trazos y un humor que a mí me provocó risas y a los demás, curiosidad.
Al día siguiente ya había recorrido la Patagonia, conocido a los malvinenses, pasado por los Esteros del Iberá, el desierto de Atacama y el Perú, buscado sin éxito ingresar a Venezuela desde las Guyanas y vivido entre los caboclos del Amazonas.
Esa siesta lo vi construir una canoa con el tronco de un árbol y cruzar la Bahía de Marajó. Juan Carlos pudo atravesar las aguas correntosas de la Bahía justo antes de la hora del oleaje fatal, pero en vez de la selva virgen que buscaba encontró más caboclos. Comprobó que no había dos mundos como él creía: el de las ciudades, carreteras, computadoras y el de lo silvestre, ni aún en el Amazonas.
Los caboclos con los que se encontró en la isla lo recibieron bien. No podían creer que Juan Carlos había cruzado la Bahía. “Nadie puede hacer eso en una canoa, le dijo el hombre, y agregó por lo bajo para su mujer: está desorientado.”
Tan desorientado estaba que sólo atinó a encontrar un lugar para su hamaca y dejarse estar en su zozobra…hasta que recordó las propagandas en contra de la deforestación que había visto en el Museo Emilio Goeldi de Belem. Pasó los tres días más duros de su vida, pero encontró la punta del ovillo de su rumbo, que al cabo de unos años lo llevó a ser el primer guardaparque del Uruguay.
Terminé el capítulo de Marajó y bajé las escaleras llamando al narigón, que ahora usa pelo corto, para hacerle saber que quería conocer a Juan Carlos.
No lo pude conocer personalmente en ese viaje, y cuando sucedió, constaté lo que ya sabía: lo que puede alguien que encuentra y se aferra a su rumbo.
—Ya no soy un mochilero y sigo viajando más que antes. Conozco los siete continentes y paso mucho tiempo en el Bosque de los Ombúes. Y tengo esto—me dijo señalando el quinchado que es su casa— mi familia, la perra. Pude lograr el estilo de vida que quería, pero… como guardaparque fallé.
Lo dice, porque cree que es insuficiente lo que hace. Lo que Juan Carlos parece no sabe es que él es de los que abreva en los resquicios del sistema. Es una de esas vidas que florecen fuera de la corriente principal desde donde recrean formas de ser y hacer. La suya tiene el valor de la coherencia. Todo lo que hace apunta a lo mismo: a cuidar la naturaleza. Con cada paso deja un rastro amable en generaciones presentes y futuras.
Y este libro tiene el valor de compartir su buscar, encontrar y desplegar que a tantos nos viene bien: a chicos y a grandes. A mí me resulta inspirador. Una invitación a seguir sus pasos en mi propio andar, a mi ritmo y particular manera.»