Las reminiscencias pueden devolvernos a lugares entrañables, momentos nutricios y espacios de contención, despertando recuerdos que renuevan la vida amablemente. Una solitaria estadía en “La casa de la Laguna” emplazada de la Laguna de Rocha, una de las varias que integra el sistema de lagunas costeras protegidas que se extiende por el este uruguayo, cada cual con su particularidad y todas ricas en biodiversidad, había sido pródiga en ese sentido.
Un día de los tantos allí, me levanté antes de que sonara el reloj. El cielo se presentaba en franjas, una azul sobre el horizonte y por encima de ella otra de nubes grises. Los rayos de sol se abrían paso iluminando los pastizales y la superficie de la laguna, por primera vez, la temperatura había subido por encima de 15ºC. Esa mañana junté flores para embellecer la casa y por la tarde me dediqué a la huerta, a sembrar tomates y pimientos, y a ralear zanahorias, nabos y remolachas.
—La primera vez que sembré no nacieron, entonces tiré todas las semillas ¡Creí que no servían! había explicado Sakshi Lee.
Había centenares de plantitas en un verde compacto. Apilar las que desechaba en el cajón del compost me dejaba un sentimiento de redención, y en aquel hacer de pronto me vi en la huerta de mi madre, que como toda huerta que se precie tenía composteras que nutríamos a diario con los desechos de la cocina, que provenían de las cosechas de allí mismo y de la quinta. Basura era un concepto prácticamente desconocido por entonces en mi familia. Sólo había una lata, de las de 20 litros, que iba llenándose despaciosamente básicamente con latitas, y que una o dos veces al año llevábamos al basural municipal.
En Misiones el clima genera una exuberancia verde, la vitalidad de la selva se cuela por todas partes y en primavera, después de un aguacero, las plantas parecen crecer centímetros mientras uno las mira. La huerta de mi madre tenía mucho de eso. El lado sur estaba al borde de un potrero y el lado norte lindaba con el patio de la casa, con lo que al asomarnos por la puerta de la cocina podíamos ver las hileras de almácigos. En el linde izquierdo, fuera de la huerta, crecía un nogal que en verano quedaba cubierto por una planta de chuchú: una enredadera que da unos frutos en forma de pera que consumíamos en ensaladas o encurtidos. Por la derecha, un ciruelo extendía algunas de sus ramas ofreciendo sombra en verano. Era el mismo ciruelo que crecía frente a la ventana de mi dormitorio y en el que yo veía episodios de las historias que leía. En invierno, en sus ramas desnudas aparecían batallas campales, guerras navales, escenas bíblicas y seres extraordinarios con narices enormes y barbas caprichosas, y en verano, entre su follaje, asomaban rostros de personas y animales misteriosos. Muchos ojos miraban desde allí.
Mi madre proveía la cocina con verduras recién cosechadas. Ella salía a buscarlas cuando tenía en marcha el almuerzo del día. Le gustaba sorprendernos con exquisiteces recién cosechadas:
—¿Zanahorias bebé?
Yo las untaba con azúcar después de que ella las cepillara.
—¿Nabos tiernos?
Con una pizca de sal, era el aperitivo capaz de dejarme sentada a la mesa y verla hacer. Las imágenes de mi infancia me sumergieron en la tarea y cuando levanté la vista el cielo tenía una tonalidad dorado-ocre que provenía de detrás de la casa. El Sol me avisaba de que ya era hora de instalarse sobre el piso de la galería, a sorber el ocaso acariciando a Diwali, la perra de la casa. Había dulzura en el ambiente.
Un año después mi estadía en la “Casa de la Laguna” fue corta y la última de una serie a lo largo de una década, pero el dolor de despedida me deparó una linda sorpresa que comparto aquí:
Tomamos la ruta a Rocha. Sakshi Lee conducía mientras charlábamos poniéndonos al día hasta que a media tarde abandonamos el asfalto para tomar el trillo que conduce a “La casa de la Laguna”. La camioneta avanzaba despacio y el paisaje se desplegaba ante la vista. Hacia la derecha el Arroyo de las Conchas donde, entre la variedad de pájaros que se veían por allí, reconocí garzas y teros. Me sorprendí de ver unas enormes flores amarillas hamacándose con la brisa sobre el verde exuberante de los campos que atravesábamos.
―Todo tan distinto al año anterior… ¡¡¡Y es la misma época del año!!! dije, y Sakshi Lee explicó:
―Cenezios. Son bianuales.
El frío se me había instalado en el cuerpo ya la noche anterior, cuando se habían ido apagando las luces de la fiesta de Juca. Ahora se hacía más intenso. Mis amigos peludos, los perros de la casa, apenas me saludaron y yo hice lo propio con ellos, no estábamos de ánimo. Noté que la laguna estaba alta y bajé hasta el muelle, que apenas sobresalía. Lo recorrí hasta el extremo donde parece hacer puerto la inmensidad. Me detuve ante el espejo azul. Allí, ante mis pies surgía un camino dorado que se extendía hacia el horizonte invitándome a imaginar infinitos puntos de encuentro delante de mí, esperándome.
Del otro lado de la casa, la huerta, que el año anterior había estado en construcción, ahora estaba terminada y al abrigo de un muro de piedra, con tramos de troncos hacia el este y el oeste para favorecer la circulación del aire. Admiré los engarces de imágenes del Sol, de la Luna y de las estrellas que destacaban en lugares estratégicos del muro.
―Es lo más parecido a una sala de estar al aire libre. Jamás vi algo así, dije al verla. Pisé con suavidad las piedritas azuladas del área de un círculo sobre el que estaba emplazado el portón de entrada.
Un pasillo de tierra y laja corría entre un cantero que rebozaba con caléndulas en flor al pie del muro sur. Las líneas de almácigos se sucedían en dirección norte: lechugas, zanahorias, puerros, y brotecitos de vaya a saber qué, alternaban con almácigos en barbecho. En las esquinas se emplazaban frutales y a sus pies terracitas con frutillares cargados.
―Es una obra de arte, decidí.
El sendero iluminado de caléndulas conducía a una especie de quincho en el extremo suroeste. Allí me detuve en las escalinatas preguntando:
―¿Onda sótano al aire libre?
Piedra y madera en los muros, mesas y bancos le daban un aire rústico. Una parrilla con campana, chimenea y depósito para leña daban cuenta de que aquello era un quincho. Un entramado de alambre cubría el lugar a unos dos metros por encima del suelo. Daniel explicó.
―Es para el parral. La idea es que en verano el quincho sea fresco y en invierno calentito.
En esa esquina el muro ensambla con una construcción en la que hay paneles solares, dispuestos de manera que acompañan el recorrido del astro. Lo que terminó por llamar mi atención fue una fuente de cemento con un líquido oscuro. Sakshi Lee y Daniel explicaron:
―Es té de compost.
Fuera de la huerta, bordeando el muro del lado este, varias composteras reciclan los desechos de la huerta, el jardín y la cocina: hojas, raíces, semillas, cáscaras, restos. Debajo de las composteras, a unos centímetros bajo tierra mis amigos construyeron un piso de concreto con suave pendiente para recoger el agua de lluvia enriquecida con nutrientes. Es “té de abono”, un agua de riego que produce plantas fuertes, hermosas. Imaginando lo improbable dije:
―Mmmm basura cero. Si hiciéramos algo parecido con los desechos de las frutas, las verduras y demás en la Ciudad de Buenos Aires, en donde todos los días transformamos millones de toneladas de nutrientes en basura.
Sucederá, eventualmente, al calor de una nueva consciencia, una nueva visión, una nueva arquitectura del sistema en el que interactuamos:
La arquitectura de un sistema favorece unas formas de interacción y desfavorece otras, configurando los reguladores de las actividades tanto en cuanto al tipo de actividad como en los modos de llevarlas a cabo. Los reguladores sociales más efectivos son aquellos que provienen de la cultura, de los paradigmas que subyacen a los valores y a los comportamientos. Es allí, en ese entramado tan difícil de cambiar donde la realidad insta a hacerlo.
Es un desafío de autoecoaprendizaje. Las organizaciones tienden a anquilosarse en sus estructuras, pero las personas somos capaces de reflexionar, imaginar y promover transformaciones en las formas de interpretar y actuar. Podemos impulsar cambios favorables en nosotros y en la sociedad. Si no lo hacemos abdicamos a nuestro poder creativo dejando que las transformaciones deriven de las circunstancias y en ese caso es menos probable que emerja lo deseable.
Ahora, una década después de haber formulado ese deseo tiene visos de cumplirse. En la Ciudad de Buenos Aires hay cada vez más Puntos Verdes y algunos ya tienen composteras. Cuando la propuesta de la Economía Circular de verdad prenda en la cultura se multiplicarán e irán “evolucionando” hacia modelos pensados para recoger el “té de compost”, que entonces regará las plantas de los espacios verdes de la ciudad y quizá hasta las de los vecinos que las nutren.
Al calor de ese autoecoaprendizaje surgirán otras innovaciones culturales tendiente a la emergencia de una Sociedad Creativa y una Economía Amable capaz de dar lugar a una feliz vitalidad a nivel personal junto con una feliz, vital, longevidad a nivel colectivo, involucrando tanto a los individuos como a las organizaciones que interactúan en y con la ciudad: Una ciudadanía en pleno poder de su autoecoamabilidad, creando abundancia a partir de la abundancia ¿Vamos por ello?
De los libros “TENUES HILOS” y “FUTURABLES” y experiencias posteriores.