Todavía trabajaba en el Microcentro financiero de Buenos Aires cuando la crisis económico-financiera argentina de los años 2001/2002 trajo consigo la oportunidad de abandonar el mundo de las finanzas para aventurarme al de la conservación de la naturaleza. Aprendiendo sobre los problemas específicos de esa actividad comprendí mejor un desafío crucial que enfrenta la comunidad planetaria: la pérdida de sustentabilidad en la trama viva a la que pertenecemos. La perspectiva de la economía se amplió para mí y pude incluir lo que antes no sabía cómo y opté por abocarme a explorar las articulaciones persona-sociedad-naturaleza en el entorno local-planetario en busca de un escenario más prometedor. Lo dejé todo y al dar el paso me sumergí en una zozobra que creí infinita. Sin embargo, de ella fue emergiendo lo que hasta entonces me resultaba difuso: el propio rumbo.
Tener rumbo hace diferencia. Un diálogo de “Alicia en el País de las Maravillas” lo sintetiza muy bien:
Alicia:
―Gatito ¿Qué dirección debería tomar?
Gato de Cheshire:
―Eso depende de adonde quieras ir.
Alicia:
―No sé muy bien adonde quiero ir.
Gato:
―Entonces no importa qué dirección tomes.”
Cuando lo leí por primera vez sentí dolorcito en el corazón, que de esa manera me hizo saber que yo no sabía, unos años después llegué al extremo de reconocer que estaba perdida y luego supe, que para muchos, esa instancia de desorientación es un paso obligado para encontrar el propio rumbo. Recién logré entenderlo cuando todo lo que emprendía se complicaba de maneras impensadas, de manera que fui sumergiéndome en una desorientación que me duró tres años, los más duros en mi recorrido de vida.
En ese trayecto hubo un tiempo en el que pasaba la mayor parte del día y de la noche estacionada en casa leyendo, formulando preguntas, escribiendo notas.
Me preguntaba:
—¿Qué dirección debería tomar? ¿Con qué me quiero comprometer?
Indagaba renovando paciencia para conmigo, pero también objetándome la decisión de estar quieta cuando todos los demás estaban ocupados en algo útil. Por primera vez, tomé conciencia de lo mucho que importa el hacer en nuestra sociedad, porque tuve que aprender a eludir la presión social en relación a mi quehacer.
Los amigos, a menudo preguntaban:
—¿Y ahora, qué vas a hacer?
Los desconocidos, que se acercaban, querían saber:
—¿Y vos a qué te dedicás?
El instinto de supervivencia ayudó. En medio de mi desorientación había una certeza: sabía que insistir en mi búsqueda era crucial y había comprendido que debía resguardarla de la presión social, ya que era claramente contracultural, de modo que hasta aprendí a dar respuestas socialmente “correctas”, manteniendo a resguardo mis anhelos, que sólo compartía con unos pocos. Es el caso de un amigo muy cercano, quien al referirle mis debates internos, puntualizó:
—Es muy bueno que en una ciudad de millones de habitantes alguien pare y busque saber lo que de verdad quiere.
Unas noches después de aquel comentario, un pasaje del “Moby Dick” me trajo esperanza. Arrumbada en mi cuarto yo leía la obra de Melville, y ya era madrugada cuando llegué a un pasaje inquietante:
Navegando en alta mar el Pequod había avistado otro ballenero que arrastraba cadáveres de ballena. Aquellos cuerpos pútridos despertaron vivo interés en la tripulación del Pequod, aunque lo disimularon cuidadosamente al acercarse al otro buque. Con gran astucia lograron convencer al capitán del otro ballenero sobre el peligro de peste, luego solícitamente ayudaron soltar el maloliente lastre y esperaron. Cuando el otro barco se había alejado lo suficiente “Stubb se acercó rápidamente al cadáver flotante y dando un grito al Pequod para dar a conocer sus intenciones se puso a recoger el fruto de su astucia. Cogiendo una pala ballenera hizo un agujero en el animal, un poco hacia atrás de la aleta lateral. Se habría podido creer que abría un hoyo en el mar y, cuando golpeó contra las costillas descarnadas, hubiérase dicho que acababa de poner al descubierto vasos y mosaicos romanos enterrados en la compacta arcilla inglesa. Todos los hombres de la tripulación, extraordinariamente excitados, ayudaban enardecidos a su jefe, tan ansiosos como si fueran buscadores de oro.”
Aquella situación en el mar de alguna manera había tomado cuerpo en el silencio de la ciudad, y yo me pregunté:
—¿Qué puede haber?
Había leído el “Moby Dick” en mi adolescencia, pero no recordaba aquel pasaje. Proseguí:
“Entretanto, numerosas aves buceaban, subían, bajaban, gritaban y se peleaban a su alrededor. Stubb empezaba a sentir cierto descorazonamiento, cuanto más el horrible hedor iba en aumento, cuando de pronto, del propio corazón de aquella pestilencia se elevó un ligero y perfumado efluvio que fluyó entre el mal olor sin ser absorbido por él… dejando la pala, metió ambas manos dentro de la carroña y sacó dos puñado de algo”.
Ese algo era ámbar gris: una sustancia blanda, cerosa y fragante que por su delicadeza es muy apreciada en perfumería, en el arte culinario y como ofrenda en rituales religiosos. Carísima.
—¿Quién creería que las damas y caballeros elegantes se perfuman con una esencia sacada de los fétidos intestinos de una ballena enferma? se preguntó el personaje de la novela de Melville sosteniendo aquellos preciosos puñados en sus manos.
De pronto, tuve la certeza de estar transitando por algo significativo, después de la revulsión sentí alivio y la noche se tornó perfumada. Comprendí:
Las pausas son contraculturales y tienen mala prensa en una sociedad en la que importa el hacer por sobre todo. Hay una tendencia a llenar las horas de actividad que deriva en una hiperactividad en la que es muy fácil perder el sentido de ser. Cuando eso sucede, lo mejor es quedarse muy quieto y escuchar el propio corazón, que siempre sabe lo que nos hace florecer y ser felices. Sin embargo, la sola idea de detenernos a escuchar lo que allí pulsa todo el tiempo puede ser aterradora y por muchos motivos: quizá nos sintamos muy lejos de nuestras más caras aspiraciones, o nos inquieten las huellas de experiencias pasadas que siguen vivas allí, o que no sea lo que se supone debería ser. No importa lo difícil que parezca, es tanto menos de lo que parece. Lo esencial es que cada momento esté lleno de sentido. Por eso, sintonizar el propio rumbo hace la diferencia.
En el árido transcurso de aquella larga pausa reencontré mi rumbo y ahora lo conozco bien. Ahora sé cuál es el sentido de mi ser-estar en el mundo. Puedo ocupar mi lugar, el que me pertenece.
Sin duda, tomar una pausa para sintonizar el propio rumbo es la mejor inversión de mi vida.
Del libro TENUES HILOS entretejen vidas, traman destinos – Capítulo 2