Dionisio es de los que saben encender el fuego de la imaginación pintando paisajes que ya no existen más que en su memoria. Nacido el 31 de julio del año 1911, inició su vida laboral como peón de estancia a los ocho años, para luego oficiar de tropero y contrabandista a sueldo antes de emprender por su cuenta una variedad de quehaceres.
La sobremesa y un comentario provocativo, como al pasar, es lo mejor para atizar sus recuerdos y dar rienda a sus ganas de contar. Lo que sigue sucedió un domingo cuando vinimos a compartir un almuerzo con él, desde “la casa de la laguna” al borde de Laguna de Rocha, a la se llega por un trillo por el que se avanza lento, necesariamente, dando oportunidad para apreciar el paisaje y la variedad de pájaros del área.
Aquel domingo, después de almorzar, comentamos a Dionisio que por el trillo habíamos visto una bandada de avestruces correteando por los campos vecinos. Bastó que además le preguntáramos:
—¿Acostumbrabas a tirarles con las boleadoras verdad?
Dionisio prendiéndose a la oportunidad explicó:
—Llevábamos boleadoras de piedra, con trenza. Al avestruz se le tira al pescuezo, siempre. No se tira a las patas. La boleadora no lo mata, queda enredado…
—¡Claro! De ahí viene la expresión que usan acá: “boleado” exclamamos.
Dionisio siguió:
—¡Seguro! El que anda boleado, anda a los tumbos. ¡Sí! Viene de ahí. Pero una vez que andaba yo solo… para agarrarlo ¿cómo hacía? Tiene que ser entre dos hombres. Yo estaba recorriendo el campo y los perros lo descubrieron, le tiré al pescuezo… no me acuerdo. Lo que sé es que tenía miedo porque el avestruz te abre la barriga o el pecho con las garras que tiene.
Preguntamos:
—¿Por qué cazaban ñandúes? ¿Los comían? Y él se explayó:
—No los comía nadie. Los patrones nos mandaban a matar avestruz porque donde come una bandada comen una o dos vacas. Metíamos los caballos en los nidos para que les pisaran los huevos, rompíamos todos. Para hacer su nidada, los avestruces abren un pozo y ahí ponen quince, dieciocho y hasta veinte huevos.
Hay cosas que la gente habla y sin saber: en una bandada de quince, veinte avestruces hay dos machos, o tres y hasta cuatro puede haber, pero hay dos que son los principales y ésos dos se pelean.
Hay una pelea: el que la gana se va con la bandada y el que pierde va para el nido a sacar los pichones. Pero hay otra cosa más: el que va al nido y culeca la nidada unos diez días antes de que nazcan los pichones aparta uno de los huevos y lo deja afuera, y cuando nacen los avestrucitos picotea aquel huevo que dejó de lado y lo rompe. Eso tiene olor a osamenta, a podrido, y se llena de moscas, y con el mosquero se crían los pichones: comiendo moscas
¡Es así, y mejor que yo no lo sabe contar nadie! dijo Dionisio.
Se detuvo un instante y luego con risa pícara continuó:
—¡Hay otra cosa más todavía!: Cada ocho a diez días viene una hembra de la bandada y se echa en el nido para mantener calentitos los huevos mientras el macho cuidador sale a comer algo.
—¿Cada ocho-diez días? ¡Pobre muchacho! nos condolimos y quisimos saber cuánto tarda una postura.
—No lo sé seguro, unos cuarenta días. No me acuerdo dijo y especuló: las gallinas demoran veinte días, los patos treinta, los pavos creo que cuarenta, así que los avestruces deben de andar por los treinta y cinco o cuarenta.
Preguntamos:
—¿Después se va con la bandada?
—Los pichones lo siguen a él. Él los va criando y se junta con los otros cuando los chiquitos ya tienen un par de meses. Cuando nacen son amarillos, bien amarillos dijo con ternura Dionisio.
Preguntamos:
—¿Y cuando nacen… son como palomas?
Dionisio mostró con la mano:
—Son altos, así con patas muy largas. Como los teros, son pura pata con plumas y pelos por todos lados. La cabeza llena de pelos y muy serio siguió con su exposición:
—A un avestruz le tocás un huevo de la nidada y lo abandona. Él se da cuenta y rompe los huevos, los deja para que se pudran. El tero también: pone cuatro huevos de puntitas para arriba ¡muy lindo! pero tocás uno y patea el nido. Si está culeco no lo agarrás, abandona el nido.
Y comparó:
—La perdiz, no. El nido de la perdiz tiene diez, once y hasta doce huevos, porque dos o tres perdices ponen la nidada y una sola se echa. Los huevitos de la perdiz son negritos, medio negritos.
—Allá en el campo ahora tenemos muchas martinetas, cuando llegamos no había. Notamos que cada año hay más compartió Daniel, su hijo.
Dionisio calló un instante y dijo:
—Porque es tranquilo…
—¡Y por el pasto largo! Les gusta el pasto largo, quedan más protegidos de los predadores opinó Daniel.
—También hay más zorros observó la compañera de Daniel.
—Andá a saber, deben comer puro pato reflexionó Daniel y pidió: ¡Contá la historia de la crucera!
Dionisio no se hizo rogar y ya ni preguntas había que hacerle, él contaba:
Yo venía de un viaje tropeando para acá, para Rocha. De un lugar cerca de Montevideo, de “Los Cerrillos”, un campo en Canelones.
Había venido a traer ganado lechero a una estancia de Rocha, más para el lado del Chuy.
Yo agarré medio desconfiado la tropa, contra mi gusto, pero los patrones me habían recomendado al estanciero aquél.
Eran veinticinco vacas con unos veinte terneros y cinco o seis vacas que no habían parido, que venían para parir.
Viaje malo era, por el ganado: si el ternero chico se lastima el talón no camina más, se echa. Y el estanciero me había pedido mucho que no le fuera a perder ningún animal, él no quería perder ninguna pieza porque era holando lechero: ganado muy caro en aquel tiempo.
Hace unos sesenta años o más, a finales de la década del cuarenta. Yo era soltero y agarré el viaje.
—¿Cómo hacemos el pago? pregunté
El estanciero me dijo:
—Te va a pagar el capataz allá.
Me volvió a recomendar que no le perdiera ningún animal ¡Hasta por los hijos me pidió!
Y yo le traje toditas las piezas que me dio, demoré doce días de Montevideo a Rocha.
No me puedo acordar del nombre de la estancia, pero vine despacito ¡Un viaje desgraciado!
Cuando llegué le hablé por teléfono al estanciero. Le pedí que el capataz me pagara y que me dejara en paz descansando dos o tres días en esa estancia, pero me quedé solamente uno.
Yo trabajaba en Montevideo y quería ir a la feria de ganado.
Salí ya tarde, después de mediodía.
En aquel tiempo recién empezaban los paradores en la sierra de Minas. “El Mesón de las Cañas” y “El Ventorrillo de la Buena Vista” ya estaban, pero me agarró la noche en un lugar alto.
Yo había comprado un poco de galleta dura y de fiambre
¡El fiambre era más duro que un pedazo de madera!
A la galleta la ablandé con agua, y el salchichón se lo tiré a los bichos.
Salchichón le decimos en Montevideo, por acá tiene otro nombre. Yo venía con una yegua y con un caballo…
En ese punto a Dionisio le dieron unas risitas contagiosas que envolvieron su explicación:
—Si se viene con un casal, uno ata la yegua y el caballo no se va: queda rondando ¡Pero si ata al caballo, la yegua se va a la miércole…!
Cuando finalmente se sobrepuso, muy serio siguió:
Ya estaba oscureciendo. Me preparé u n lugar para dormir en el suelo: puse el recado y la carona. El mandil: nosotros le decimos carona, los porteños le dicen mandil.
Tendí la cama con el poncho y me acosté a dormir.
Al otro día levanté el poncho de un saque.
Ya estaba saliendo el Sol y me puse a ensillar los caballos.
Iba a cinchar, levanté la carona y cuando iba a levantar el recado, mi montura, había ahí una crucera enroscada ¡debajo de la cabecera mía!
¡Había dormido con una víbora de la cruz! ¡Sin saber!
Sé ve que vino de noche, yo todo dormido, porque si a la víbora no la tocás, no te hace nada. Salvo que la pises o que le hagas algo ella no te toca.
Pero si la empezás a torear ¡Todo lo que ella tiene de largo, te alcanza!
Yo no la toreé, no le hice nada.
Encinché el caballo y me fui. Hay muchas cosas: el que camina de noche encuentra muchas cosas, y si se anda por los montes ve más todavía. Si estás en un rancho vas a ver siempre el mismo rancho, pero si andás por ahí vas a ver cosas que no has visto nunca. En el mundo hay mucho para aprender. No termina nunca… bueno, hasta que te morís de viejo concluyó quedando pensativo unos instantes.
Del libro TENUES HILOS entretejen vidas, traman destinos – Capítulo 10
Dionisio cumplió sus 105 años el 31 de julio de 2016.
Celebró su cumpleaños rodeado de familiares y amigos, unas semanas antes de su muerte, atizando así sus huellas en muchas vidas y lugares.
Gracias querida Silvia por este hermoso tributo a la vida de mi querido viejito.
La frescura e intimidad de tu relato me acerca ese momento tal, brotan lagrimas y recuerdos a raudales. Se llena de alegría mi dolor en celebración de este hombre único que me dio el ser y tuve la buena fortuna de tener a mi lado tantos años.
A menudo me decía: “uno cosecha lo que siembra”, el sembró vida y cosechó sabiduría, que compartió con generosidad, al igual que su ejemplo y espíritu.
Puedo sentir el apretón fuerte de su mano hasta el día mismo de nuestro adiós, la mano que durante esos 105 años a tantos sirvió y a tantos extendió en su vida de hombre libre por los caminos de este mundo, su mano en la mía.
“Cuando un amigo se va queda un tizón encendido que no se puede apagar ni con las aguas de un rio…”, el Fogón de Dionisio continua encendido en el corazón de todos quienes lo compartimos, lo vivimos con el…