Nos cuidan antes de que podamos hacerlo por nosotros mismos, con todo aquello que pueden ofrecer y todo lo que podemos recibir: alimento, afecto, aprendizaje. Somos con otros en nuestro ser-estar en el mundo, y en ese ser-estar cada sentimiento, pensamiento e interacción manifiesta la calidad de nuestra amabilidad y cuidado. El párrafo anterior sintetiza “Autoecoamabilidad”, una dimensión de la espiral de la abundancia y a continuación comparto un relato que para mí es representativo esa dimensión, que además hace parte de este video:
Las articulaciones diseñan nuestro ser-estar en el mundo
Las articulaciones diseñan nuestro ser-estar en el mundo aportando forma y contenido. Me lo había enseñado mi abuela, pero sólo con los años aprendí a reconocer la magnitud de su importancia y ahora me mantengo más atenta a las posibilidades. Lo fui aprendiendo de a poco, en especial en momentos de pausa, de silencio, que me devolvieron a mi lugar en el mundo.
Aquí comparto una experiencia en una estadía en “la casa de la laguna”, en un entorno natural al borde de la Laguna de Rocha, en Uruguay, cuando ya había pasado allí más de un mes solamente en compañía de los perros de la casa y los caballos del campo en donde estaba:
Un cielo despejado, tapizado de estrellas y jazmineras en flor pueden deparar una experiencia mágica, exuberante, sanadora, y aquella noche se presentó la ocasión. Cené tranquila y luego me quedé estudiando largo rato en el comedor. En el aire había aroma de jazmín. Yo había sacado los primeros ramilletes de la jazminera y los había distribuido por los rincones más queridos de la casa.
El aroma había adquirido una presencia palpable y se me ocurrió que por la noche los jazmines perfuman más. Al cerrar los libros contemplé un momento los dos candelabros azules con lo que quedaba de las velas violeta. Parecían estar custodiando el jarrón añil que estaba allí conteniendo un gran ramo irregular de coronita de novia. Acaricié el mantelito rústico sobre el que estaba el jarrón, y algo pasó que el contacto con esa superficie hizo que sintiera más vivamente todo mi cuerpo, mi piel, mi interior y mi respiración.
Era más tarde que de costumbre cuando me dirigí a mi cuarto. Al pasar frente a la puerta principal, ancha y vidriada, miré hacia el lado del bosque donde la Luna asomaba por detrás de los árboles. Dorada, llena, enorme, contrastaba con el oscuro perfil de las copas de los pinos. La noche anterior solamente había dejado traslucir su plenitud en la luz plateada que blanqueaba la espesa nubosidad que pasó migrando hacia el norte. Ahora su presencia era increíblemente tangible. Me sentí atraída y salí de la casa.
Todo estaba teñido de una luminosidad azul, hacía frío y desde la laguna llegaba el canto de las ranas. El cielo estrellado y la Vía Láctea que se veía espléndidamente me hicieron sentir la presencia de mi abuela. Solíamos mirarlo juntas, fue ella quien me enseñó a ubicar estrellas y planetas, hace ya tanto que ahora me resulta difícil reconocerlas.
Me imaginé caminando con mi abuela María por el claro que había cerca de su casa. El camino de acceso bordeaba una plantación de té, la que por lo bajito de sus plantas dejaba allí un gran espacio abierto al cielo. Por un momento, me pareció oír el canto de los grillos en las noches de verano cuando pasaba temporadas acompañándola. Escuché su voz diciéndome:
—Cuando ya no me tengas aquí mirá bien el cielo ¡Vas a poder encontrarme en alguna estrella!
Diwali me acompañaba, la acaricié dejándome estar en el calorcito que exhalaba su pelaje suave. Hacía tanto que no me regalaba un cielo así. Una fuerza nueva corría por mi cuerpo cuando más tarde subí las escaleras para ir a meditar. Al bajar, me instalé a oscuras en el sillón hamaca de la bow-window que se abría al paisaje bañado en luz de luna.
Allí me detuve largo rato sorbiendo té, como si con él también sorbiera la luminosidad azul que lo envolvía todo. En su canasto, ahí nomás, Diwali emitía gruñiditos de contento. La quietud realza nuestras vivencias otorgando profundidad, y bien puede derivar en un extraordinario sentido de conexión. Aquella noche, al sentarme frente a mi diario, sonreí al notar que llevaba tres días leyendo “Las conexiones ocultas” de Fritjof Capra, el libro en dónde él comparte su aproximación articuladora de las dimensiones biológicas, sociales y cognitivas de la vida. El misterio siempre está.
Del Capítulo 2 del libro TENUES HILOS